El último ritual para la Pachamama

Visita a la apacheta Jilarata, donde mucha gente dejó sus wajt'as para agradecer a la Madre Tierra y pedir salud y bienestar a toda la comunidad

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Agosto es diferente. Es el mes de agradecimiento a la Pachamama (Madre Tierra), por no haber hecho faltar los alimentos, dar bienestar en la familia y —ahora, en tiempos del coronavirus— por la salud propia y de nuestros seres queridos.

Es por ello que los 31 días de agosto son perfectos para dejar una ofrenda de gratitud, aunque es mejor hacerlo en las primeras horas del mes o en el último día. Es por ello que en las calles Santa Cruz y Max Paredes —en La Paz— hay filas largas, con personas que esperan comprar una wajt’a (mesa ritual). Lo mismo ocurre en la urbe alteña, en toda la extensión de la avenida Panorámica, en el borde que separa a las ciudades más importantes del departamento.

Este último día, las chifleras —quienes venden todos los artículos que componen la wajt’a— y los amautas —los sabios encargados de preparar la mesa ritual para aliviar enfermedades, solucionar maldiciones o desear prosperidad en el negocio o la familia— están ocupados con la enorme cantidad de pedidos.

Las personas prefieren llevar a cabo el ritual en sus casas o en sus negocios; otras, en cambio, en una apacheta, sitio ubicado generalmente en las alturas y que —según los sabios— contiene energías de la naturaleza.

Un coche, seis amigos y mucha fe son suficientes para animarse a ir a la apacheta Jilarata, ubicada en la conjunción de caminos que llevan a los apus (cerros tutelares) Chacaltaya y Huayna Potosí. En una de las esquinas de la plaza Ballivián —uno de los ingresos de la sede de gobierno—, una fila larga está en las afueras de una tienda de elementos para armar mesas rituales. Madera, alcohol, canastas, sullus (fetos de llama), hierbas secas, lana de colores y misterios (dulces con diversas formas y colores) están a disposición de los clientes. La mayoría de ellos hace armar la wajt’a a una señora de pollera, quien se toma su tiempo para rezar, ch’allar y hacer sonar una campanilla para llamar a las buenas energías.

El coche, los amigos y todos los elementos de la mesa ritual se alejan de la plaza Ballivián y recorren la avenida Chacaltaya, hasta alejarse de zona urbana, de las calles asfaltadas y de la luz de las casas, para pasar por un camino de tierra, polvo y oscuridad.

Treinta y cinco minutos después, el coche de detiene en la conjunción de vías, un mirador natural del Chacaltaya y del Huayna Potosí, donde el viento golpea fuerte y el frío obliga a ponerse una chamarra abrigada o un poncho. En la explanada hay otro vehículo y otras personas, quienes se quedan alrededor del fuego de su wajt’a. Al poco tiempo llega una delegación para cumplir el mismo rito andino.

El coche ahora actúa como barrera para el viento intenso, para que los amigos se reúnan y empiecen a armar la mesa ritual. Con parsimonia y mucho respeto, la canasta se llena con el sullu, lana multicolor, además de papeles dorados y plateados. Luego, cada uno deposita 12 hojas de coca —para pedir favores por cada mes del año— y los misterios, en especial la barra rectangular que tiene figuras enigmáticas, como billetes que representan dinero; casas, que auguran la compra de una vivienda, o unas hormigas, que significa que habrá muchas actividades laborales.

Con todo listo, el coche y los amigos suben al punto más alto, al mirador Jilarata, desde donde, además de observar los cerros e incluso el lago Titicaca, se puede apreciar las luces de El Alto. Cada elemento y característica de este rito tiene su significado, desde la composición de la wajt’a hasta la intensidad del fuego. La leña está apilada y mojada con alcohol. Uno de los amigos intenta encenderla una y otra vez. No lo logra. Pareciera que no hay combustión. Otro lo intenta y consigue que haya fuego, aunque éste es débil. Puede ser que fracase el ritual.

En ese momento da la impresión de que el coche y los amigos están solos en el mundo, acompañados por la wajt’a, la luna llena y el viento intenso, que se deja escuchar como un alarido.

Por un momento, los amigos se contagian de desazón y preocupación. El fuego se debilita y la leña no se enciende. Empero, el viento toma fuerza y sopla intensamente a la mesa ritual, lo que aviva el fuego, hasta que éste se fortalece, lo que significa que la Pachamama se está alimentando y habrá buenos días no solamente para los amigos, sino también para sus familiares, amigos y todo el entorno, pues este ritual no se queda en lo personal, sino que también se preocupa por toda la comunidad.