En estas semanas, varios de los gobiernos de Latinoamérica y el mundo – Bolivia incluida- se apresuran en preparar sus nuevos compromisos climáticos, retrasados ya algunos meses de los plazos establecidos internacionalmente, debido a los contextos político-sanitarios del mundo, pero también a causa de falta de reconocimiento de su urgencia.
Precisamente, esos documentos y las promesas de acción climática que encierran serán la base para evaluar las posibilidades que como humanidad tendremos de frenar la profundización de una crisis climática que ya ha comenzado y que en las siguientes pocas décadas literalmente pondrá a arder los bosques restantes y amenazará la viabilidad de nuestras sociedades.
Estos compromisos climáticos nacionalmente determinados (o NDC por sus siglas en inglés) son la herramienta base del Acuerdo de París, cuyo contenido estará en el centro de los análisis de la cercana cumbre climática COP26, para fines de este año, ya que reflejan de manera concreta lo que cada país está dispuesto a hacer para contribuir en la desaceleración de la crisis climática.
La crisis ya ha comenzado
Ya no se habla de evitar la crisis, esta ya ha comenzado. La discusión actual se trata de si podremos reducir los peores escenarios y evitar sus impactos significativamente, para lo que es necesario actuar ya, mensaje central entregado por el Panel climático de expertos de Naciones Unidas en su más reciente informe.
La profundidad del problema no es menor, como lo han advertido incesantemente las principales autoridades de Naciones Unidas y virtualmente toda la comunidad científica del mundo.
No se trata ya de la extinción de una o 10 especies de plantas o animales, ni de la pérdida de belleza escénica para que generaciones futuras puedan contemplar lo que nuestras abuelas y abuelos dieron por sentado.
Este enorme conflicto ambiental representado por la Crisis Climática es ya, sin exageraciones, el desafío central que definirá el porvenir de la humanidad y en términos muy concretos: su disponibilidad de agua potable, éxito en la producción agrícola y alimentos, o la regulación de temperaturas vivibles, donde plagas y vectores de enfermedades no se reproduzcan descontroladamente.
Hasta hace algún año atrás, la preocupación colectiva parecía centrarse en cuál sería el destino de los bebés que nacen hoy en un mundo futuro sumido en el caos climático.
Pero queda mucho más claro ahora que la gran mayoría de la población boliviana vivirá las penurias y transformaciones traídas por la crisis climática, que indudablemente se profundizará en las siguientes décadas. Lo que está pendiente por definir es si también tendremos oportunidad de vivir la transición nacional hacia modelos económicos y sociales más robustos, sostenibles y justos, y la opción de volver a tener horizontes de un futuro floreciente.
Un horizonte de esperanza
Como un horizonte de esperanza, desde la Plataforma Boliviana Frente al Cambio Climático estamos convencidos de que la posibilidad de ser testigos y partícipes activos de este nuevo y próspero futuro existe.
Creemos que la transición requerida es un escenario con posibilidades de florecimiento socioambiental y económico que superan lo alcanzado hoy, y que esto debe inspirar la propia transformación urgentemente requerida.
Sin embargo, debe quedar claro que los actuales ideales de desarrollo, frecuentemente limitados a la acumulación material, deben ser reemplazados colectivamente por una visión de prosperidad que otorgue mayor centralidad al desarrollo intelectual, cultural y socioambiental, satisfaciendo las necesidades humanas básicas de todas las personas simultáneamente.
La solución, sostenemos, no está en el miedo a lo que pueda ocurrir, sino en la capacidad de soñar y realizar el potencial de sociedad más próspera y sostenible, al vernos obligados a construir sociedades que hagan un mejor uso y distribuyan mejor sus recursos. Esto ya no es una opción, es un imperativo científico que supera debates ideológicos de izquierdas o derechas con fechas de expiración cumplidas.
En dirección a esta vital transformación socioeconómica y ambiental, identificamos dos importantes giros de la política nacional que deben marcar nuestro camino, y ambas tienen que ver con las vocaciones naturales que el territorio y riqueza cultural han otorgado a este país que no puede ser considerado otra cosa que, privilegiado, especialmente en el contexto global de la crisis climática.
Hablamos de los bosques y el legado sociocultural de la agrobiodiversidad indígena-campesina nacional, uno de los principales centros mundiales de diversidad de semillas y cultivos agrícolas del planeta entero. No somos centro tecnológico, ni de innovación energética, pero sí somos cuna de miles de alimentos y cultivos, y los conocimientos que los rodean.
Cerca del 80% de las emisiones de contaminantes climáticos de las que Bolivia es responsable, es causada por la deforestación y la política agropecuaria nacional. Pero tal vez más importante es que esta deforestación y modelo agropecuario está contribuyendo a empeorar los incendios forestales y desastres climáticos vistos los últimos tres años, y amenaza con terminar por dar un golpe de gracia a todos los bosques en el continente, con incalculables daños socioeconómicos y ambientales, según estudios de científicos renombrados, como Carlos Nobre en Brasil.
Compromiso boliviano
Debido a esto, el principal elemento de los compromisos climáticos bolivianos debe ser lograr cero deforestación para el 2030 y creemos que esta meta de ninguna manera es un sacrificio, sino abrirá la puerta a oportunidades económicas superiores a las existentes hoy, pero que además son genuinamente sostenibles y se alinean al andamiaje financiero que guiará el financiamiento climático, urgentemente requerido.
Hoy sabemos, por ejemplo, que la producción silvestre de frutos amazónicos como el majo, el cacao silvestre, el asaí y la castaña tiene un valor económico mucho mayor que el de la soya transgénica y la carne vacuna de exportación conjuntamente. Solamente el valor potencial de la pulpa de asaí cosechada y extraída de los bosques silvestres en Bolivia podría alcanzar un valor superior a los 1200 millones de dólares y a precios del mercado interno.
El majo y el cacao silvestre amazónico tienen por su lado potenciales que se asemejan o superan a los del asaí, si además invertimos en una industria capaz de transformarlos en chocolates finos y aceites tropicales silvestres, altamente apreciados en el mercado internacional.
El caso de la castaña es más gráfico aún, ya que con prácticamente ninguna inversión pública especifica, se exportan montos superiores a los 200 millones de dólares anuales, además de atender el mercado nacional. Estos datos, cuantificados por biólogos y profesionales bolivianas y bolivianos en la última década, demuestran que, aún solo considerando 4 frutos silvestres, el valor del bosque es mucho mayor a lo que la agroindustria y ganadería jamás podrán ofrecer al país, y esto no incluye siquiera las funciones ambientales de garantizar ciclo hídrico que distribuye las lluvias, regula las temperaturas y absorbe buena parte de los contaminantes climáticos causantes de la crisis; funciones sin las cuales estaríamos indudablemente perdidos.
Lo interesante del contexto actual es que los recursos para la inversión en este giro del aparato productivo, pueden gestionarse de los cientos de miles de millones de dólares que se pondrán a disposición de políticas climáticas en estos años, y a los que Bolivia debe acceder con un marco político que priorice las respuestas al Cambio Climático- y la deforestación cero.
Preservación de cultivos milenarios
En un frente diferente pero estrechamente relacionado, la diversa base de cultivos alimenticios desarrollado por las milenarias culturas que habitan todavía el territorio nacional, entre guaranís, aymaras, quechuas, moxeños, chiquitanos y muchos otros, constituye un segundo gran potencial nacional que necesita ser cuidado y promovido.
El ejemplo limitado pero muy interesante dado por el Perú nos sirve de guía, que, con una apuesta por la producción de granos andinos y frutas de alta calidad, ha desarrollado una importante y diversa economía agrícola, usando como principal insumo las semillas y conocimientos ancestrales. Prohibiendo el uso de transgénicos y sus agrotoxicos a través de una ley de moratoria, el Perú demostró su seriedad en producir alimentos de alta calidad para mercados que asegurados por estas señales les abrió las puertas a productos poco convencionales, como papas autóctonas andinas, muy apreciadas en un mundo acostumbrado a las monotona papa “holandesa“, de la comida rápida.
Bolivia, con un legado de agrobiodiversidad más parecido al peruano que al brasilero o al argentino, tiene la posibilidad de aprovechar sus potenciales de maneras más sostenibles y coherentes con las graves crisis que enfrentamos. Pero debemos hacerlo rápido y el camino hacia esa posibilidad es el debate público en torno a la transformación de la política agropecuaria nacional.
Estamos a tiempo de evitar gran parte de los desastres que aguardan y de reinventar nuestro futuro, pero resta ver si contamos con la suficiente lucidez y convicción política que aún tiene su refugio en algunos sectores sociales y en unos pocos pasillos y oficinas del aparato publico nacional.
Marcos Nordgren Ballivián
Cientista Medioambiental y técnico de la Plataforma Boliviana Frente al Cambio Climático