Papá siempre decía que uno debe asistir a los velorios. Para él era más importante dar el último adiós y acompañar a los deudos que ir a cualquier festejo. “Hay que estar en los momentos difíciles”, decía.
Iba muy respetuoso a dar las condolencias. A veces yo lo acompañaba y me sentía orgulloso de estar a su lado. Él tenía la palabra o el silencio preciso para acompañar a los dolientes.
Han pasado más de seis años y a mí él me sigue haciendo falta. Sin él, el fútbol ha perdido algo de su pasión, el ajedrez se ha convertido en un recuerdo vago y mis pequeños triunfos son más efímeros todavía. He perdido a la persona que me ha enseñado a trabajar la tierra hasta que me salían ampollas y he perdido al hombre que me ayudó a encontrar mis primeras lecturas y quien me dio las mejores enseñanzas de vida. Aunque siempre lo recuerdo, me hace mucha falta.
Hoy, cuando me entero que alguien ha perdido a un ser querido es como si me viera de nuevo en ese amanecer de noviembre que me dieron la noticia de su muerte. Por un momento se me atraviesa la misma aborrecida nube oscura y lo único que se me vienen son recuerdos llenos de angustia.
Recuerdo, muy bien, que murió en La Paz, lo enterramos en el cementerio de Irupana y, tras depositar su féretro, yo quería huir corriendo por el campo verde de Churiaca sin mirar atrás ni saber nada de los pésames. Pero lo recordé a él y no pude irme… poco a poco fui acostumbrándome a la vida sin su presencia y siguiendo sus consejos. Creo que es lo que nos toca: aprender a vivir sin ellos, por ellos.
A fin de cuentas, el dolor de uno es el dolor de todos. No hay espacio para la indiferencia, y menos ahora que somos tan vulnerables.
Siempre que puedo voy a los velorios, estos días asisto envuelto en mil y un medidas de seguridad. A veces me quedo atrás, oculto. No sé qué decir cuando alguien pierde a un ser querido, mi papá sí hubiera sabido comportarse en mi lugar.