Ha llegado el día. Estoy tan nervioso como bachiller en el día de su graduación. Como casi siempre, “el despierto” es a las cero quinientos treinta. Como para ir a la guerra, alisto la mochila que sirve por igual para ir a la cancha y para hacer las compras de fin de semana. Esta vez será distinto. Es martes y el cuerpo lo sabe.
Tres bolsas de yute de mercado, un par de guantes que se usan para la construcción, el celular para escuchar el noticiero radial, los audífonos, la billetera y, lo más importante, la pequeña botella de alcohol en gel, el “soldado” Guabirá por si falla lo anterior y el barbijo N95 que recomiendan los expertos para estas circunstancias.
Desde mi barrio, el Mirador Virgen de Copacabana, hasta el mercado de la zona, esa que durante los conflictos de noviembre era de los “maleantes de Chasquipampa”, hay casi dos kilómetros de distancia; casi nada.
Salgo de casa con el objetivo fijo; plata, miedo y cabello lacio nunca he tenido. La idea es comprar todo lo que la esposa anotó con amor en una lista y otras cosas más que nunca sobran.
Primero hay que sacar la platita del cajero, la poca que queda porque el “buen” banco me achuró el capital (25%) y el interés (75%) de la cuota del crédito de vivienda social en plena cuarentena, pero ese es otro asunto que no quiero recordar porque no hay que renegar en ayunas.
La tarjeta del Mamani Mamani está bien pintuda. Abrí una cuenta en esta otra entidad financiera, la única del barrio, para evitar el trajín de ir hasta la zona aledaña. La noche anterior hice el giro por banca digital como mandan los tiempos modernos para que nada falle, pero debo llevar efectivo.
Con esa premisa llego al lugar. Esta parte de la zona, la 53, habitualmente despejada, se ha disfrazado de mercado mañanero. Hay papa, zanahoria y plátanos, pero también otros manjares.
-Casera, ¿cuánto está tu durazno?
-A 17 el 25, caballero.
Y alista la bolsa de plástico para contar la fruta. Le digo que todavía no lo haga porque debo sacar primero el dinero. “Ya, pero vas a volver ¿ya?”, me dice.
Estreno la cuenta y de pronto salta el mensaje: “Su tarjeta no puede realizar esta transacción”. A la chirolita… ¿O transferí el dinero a otra cuenta o ejecuté mal la transacción en la ATM? (¡ya!, bien capo también).
Salgo del cubículo y dejo que entre otra persona. Mientras, se aproxima un anciano hasta la puerta cerrada del banco donde está fijado un letrero.
Comenta en voz alta:
– Cuando abrirá ¿no?
Le respondo -porque nadie lo hace- que le voy a ayudar. En el letrero se lee que en La Paz este banco solo atiende en la oficina central de San Pedro.
– Vas a tener que ir hasta el centro, abuelo.
– ¡Ay, no! ¿Cómo voy a llegar hasta ahí?”.
Le sugiero que pida ayuda a la Policía y se retira apenado. Me quedo frustrado porque quiero ayudarle, pero también pienso que debo volver rápido a casa para incorporarme al teletrabajo. Ojalá que el abuelo haya encontrado la forma de solucionar su problema.
Vuelvo a intentar, pero la transacción no se concreta. Calculo lo que tengo en el otro banco cuyo cajero está cuadras más abajo, a una distancia de 1,7 kilómetros. No me acobarda la distancia, sino el tiempo, sigo pensando en el trabajo.
Decido llamar a la entidad financiera luego de que mi esposa, que me soporta todo, me ayuda a conseguir el número del call center mientras tiro “kalas” imaginarias al muro violeta. Marco un par de veces como la operadora manda, pero no resulta; entonces decido marcar el “cero”. Gracias a Dios me responde un amable funcionario que me explica que extrañamente su colega, la que me atendió en la agencia de barrio, no habilitó la tarjeta y que en medio de la cuarentena era difícil resolver el problema. Le pido, con la misma amabilidad, que me precise el lapso del trámite porque no podía esperar. Replica que se contactó con su supervisor y me comunica que mi caso ya está con la catalogación de “urgente”.
“Espere unos minutos por favor que ya le devuelvo la llamada”, me dice y ambos colgamos. Le cuento a mi esposa lo que sucede y la urgencia que tenemos de hacernos una milluch’ada porque siempre nos pasa algo raro y a veces inexplicable.
Pasa media hora y solo me queda ratificar mi hipótesis: Tras la cuarentena la Pachamama tendrá su ofrenda. No hay más. Toca ir al cajero de Cota Cota. Plata, miedo y cabello lacio nunca tuve. Sintonizo otra vez el radio (“el” y no “la”) para no quedar desinformado, es clave en estos tiempos y además lo demanda el trabajo.
Mientras camino, veo a un grupo de guardias controlar a algunos transeúntes la cédula. Hoy solo pueden transitar hacia el mercado quienes tengan cédula cuyo número termine en 3 y 4. Por eso estoy “en las calles y las plazas”. También controlan vehículos.
Paso como Gasparín, desapercibido, o será que valgo tan poco que a nadie le importa que pueda infringir la ley.
Hasta aquí, no uso el barbijo. Primero, porque mantengo la distancia de un metro, y además porque he usado el gel para todo. Igual, hay una mascarilla usada tirada en la calle 44 y me preocupa.
Llego silbando hasta la zona de los cajeros de la Calle 30. Caminé hasta ahora como unos 3,7 kilómetros, pero no es nada. Cuántas veces subí hasta El Alto a pie por las “mil gradas” o trepé hasta Ch’ijini para hacer las tareas con el Jarandilla. Así que esto es chankaka.
Gracias a Dios y la Pachamama todo sale bien. Ya tengo los billetes en la mano. Otra tanda de alcohol y listo, toca volver al mercado del barrio por la misma ruta.
Al subir, veo que la agencia de pollos de calle 40 está relativamente vacía. Hay solo dos personas en la fila. Compro aquí porque nada me garantiza que no haya filas en las carnicerías de arriba. Me acercó a la tendera y le pido un pollo mediano y menudencias. Lo que algunos consideran “desperdicios” del ave, para nuestra casa es un alimento vital.
A mi Coneja (así la llamo a la Su porque salta sobre la cama o cualquier superficie) le encantan las patas y mollejas. Creo que ese gusto lo heredó de mí. Cuando era adolescente, daba mi vida por la sopa de menudencia que vendía una señora en la puerta del otrora cine Madrid, donde nuestra familia instaló un puesto de jugos y refrescos. Todos los días a las 07.00 se sentaba en la puerta de ese teatro que hoy es un boliche cumbiero y desataba el aguayo para dejar escapar el vapor de la única olla que cocinaba y que se terminaba hasta las 08.00. Se waikeaban por tomar el caldo de patas con un poco de arroz y chuño. Era el supervitamínico para las extensas jornadas de venta al ritmo de los Climax.
Capo era para hacer jugos, mi madre hasta hora lo recuerda. Vendíamos de plátano a 1,50 y a 2 pesos con pura leche cuando en ese entonces “puestos” similares como el de nuestra competencia (que según las malas lenguas hasta brujería nos había hecho) lo “estiraban” con agua. También vendíamos “medianas” de Salvietty y botellas de Crush que los aficionados del séptimo arte introducían a la sala para ver sus películas previa “garantía de dos pesitos”.
En frente del cine vivía un compañero del colegio de un curso superior de quien ya no recuerdo su nombre, pero que siempre que hacía tareas con los de su curso me visitaba para que les prepare un batido de bicervecina. Reían junto conmigo porque a veces atendía el negocio familiar con la chompa del “poderoso Don Bosco” puesta, lo que les causaba mucha gracia.
Por eso las patas de gallina son vitales en nuestro menú. Lamentablemente la casera se disculpa porque vendió las últimas al señor que hizo la fila segundos antes. Ni modo.
Paso nuevamente por el punto de control de la Policía. Hay un camión y un minibús detenidos que aparentemente llevan productos, uno de ida y el otro de vuelta. No quiero meterme en la discusión pese a que sé que este tipo de vehículos tiene permiso para circular. Al final, ya es tarde y tengo que volver a trabajar.
Cuando engancho en primera para trepar la pendiente me detiene uno de los guardias y me pide mi cédula. A tiempo de sacar el documento le menciono que unos 20 minutos antes había pasado por el mismo lugar y nadie me había sacado ni la lengua. Yo asumí que era un personaje público a quien todos adulaban (ni en sueños pasa eso).
-Estamos controlando a todos.
-Como le digo, pasé hace un rato, pero bueno.
-Listo, señor, siga su camino. Buen día.
-Igualmente señor, tenga también un buen día, permiso.
Estoy haciendo un repaso mental a la lista de compra pese a que la tengo a la mano hasta que veo que la casera de las salteñas había horneado pese a la cuarentena. Qué maravilla. No puedo resistirme a este artículo de primera necesidad. “Deme cuatro para llevar por favor”.
La fila está larga en el puesto de frutas. Pregunto por la naranja. Están vendiendo 25 unidades en Bs 20. “Voy a volver cuando se termine la fila, casera”, le digo, pero sé que le miento porque no estoy dispuesto a hacer fila como en la época de la UDP cuando nos enfilábamos con mi mamá por el pan.
Ahora sí, toca sacar de la mochila el N95. Todos me miran como bicho raro. La mayoría de la gente no usa barbijos y los pocos que lo hacen tiene cubierto el rostro con tapabocas de tela nada seguros.
Pero no pienso correr el riesgo. Desde niño comí chuño con huevo criollo, pito de cañahua y maíz tostado, que el abuelo de Pucarani me invitaba; además, tuve el lujo de consumir carne de llama, de alpaca y de vicuña que el otro abuelo enviaba desde las faldas del Tata Sajama.
De todas formas, mis defensas indígena originaria campesinas pueden sucumbir ante este virus que ya se ha cobrado miles de vidas. No es chiste. Así que pese al “miramiento”, me calzo el barbijo mientras me antojo el thimpu de res de la casera del kiosko. Ay, Dios tatituy, qué tentación.
La cuarta de zanahoria está a Bs. 12 y me parece razonable; la compro. Sigo con las vainitas, la libra a Bs. 5; el zapallo, a Bs. 2; las espinacas a Bs. 5; y el tomate a Bs. 8 el par de libras que sumados a los Bs. 2 del locoto me hacen acreedor a una “yapa” de quirquiña. Prosigo. Las berenjenas están a Bs. 3 la unidad; el carote a Bs. 3; la acelga a “dos pesos” al igual que el amarillento apio que está escaso. Los rabanitos están a Bs. 2 y la achojcha, la libra, a Bs. 5. El brócoli a «seis pesitos» mientras que «el coliflor, una buena cabeza, a ocho, casero». No puede faltar el choclo de las faldas del Illimani a Bs. 10 el montón de siete unidades. El perejil y el culantro lo pido “a un pesito” cada uno y con eso estoy listo porque no hay queso criollo.
Luego, una de las caseras me hace notar que ese alimento llega del altiplano paceño y como no hay forma de que los pequeños productores arriben a la zona. Así que toca aguantarse.
Mucho no han cambiado los precios, eran los mimos en época “normal”; claro, es mucho más barato en la Rodríguez si se madruga porque a varias de sus calles aledañas llegan productores. De hecho, algunas caseras suben hasta ahí para “agarrar de los mayoristas”.
Lo olvidaba. La casera me da siete plátanos para freír en “cinco pesos”. Es que siempre le compro y el producto está ennegrecido. Son los más dulces, lo sabemos ambos.
Es hora de las frutas. La casera, la del mercado y no de la tienda, cuenta 25 naranjas a Bs. 20. Es otro de los alimentos vitales para la casa. A la Coneja le gusta su jugo desde que tenía menos de un año. Por eso nunca falta en casa cítricos como ése o la mandarina, que por cierto compro “la mitad del 25 de criollo en 15” y la otra mitad del injerto en Bs. 10. Los plátanos están a Bs. 15 las 25 unidades. Calculo el peso y decido llevar solo la mitad. Hasta eso ya tengo las tres bolsas llenas. Igual, necesito las uvas a “tres por 10”; las manzanas a “ocho por 10” al igual que la granadina.
Eso no es todo. Me falta la carne molida. Casi se termina y solo logro comprar medio kilo «del especial» a Bs 20.
– Casero, ¿hay menudencias?
– No, casero, no están trayendo.
– Qué vaina. Ya, gracias, casero, nos vemos la próxima semana.
La respuesta fue la misma en tres negocios similares. Ahora viene la misión imposible: buscar lavandina. El producto está escaso y en el lugar en el que probablemente hay -y que frecuentamos- existe una fila larga. Aborto.
Activo la operación retorno. El peso es significativo, pero «no me corro». Más difícil fue la caminata en Sanandita, en Tarija, “otrora emporio petrolero del país, hoy y para siempre emporio moral y espiritual del glorioso Ejército Boliviano”.
En esa escuela de élite castrense, que se emplazó sobre las instalaciones de la estatal YPFB durante la dictadura de Luis García Meza, cumplimos con mi esposa la última fase del curso de corresponsales de guerra. Ahí, le “metimos 10K” con mochila de campaña al hombro y en plena noche, una caminata inolvidable que siempre que podemos recordamos.
Falta poco para llegar a la 53. Al paso compro un paquete de papel higiénico y 25 duraznos que provienen de una comunidad de Palca en Bs. 13. Además, en la última carnicería de la ruta, sumo a las compras la carne fría, las salchichas y la ansiada menudencia, aunque sea solo un kilo.
Desde la avenida se ve el garaje de los Pumas, o lo que queda de él tras la violencia de noviembre. Ese episodio ha dejado huellas en los habitantes de “Chasquilandia”. La estación policial incendiada en esa convulsión hasta ahora no se repone.
“Los policías no quieren venir”, me dijo un amigo hace un par de semanas. Puede ser cierto. Hasta ahora tampoco han reabierto el módulo de Rosales, muy cerca de donde mataron a dos jóvenes con bala. Esas muertes no se han esclarecido porque todo apunta a las disputas políticas por Senkata y Sacaba, pero es otro asunto.
Nuestra casa, mi búnker, se ve en el horizonte, en el cerro que se conoce como mirador. Veo las bolsas y la mochila en la cual cargué parte de las frutas y comienzo a ver las cosas difíciles. Pero después pienso que no es mucho, que faenas más duras he sopesado.
Recuerdo aquella vez que “el Zorro” llegó al patio del cuartel en la madrugada de un día de diciembre en un vehículo con parabrisas polarizados y nos recordó la valiosa misión que emprenderíamos en las horas siguientes. Era el 96, mientras un grupo de camaradas se disponían a bailar en la final del concurso de baile de cumbia en Sábados Populares, nosotros, los “tigres”, subíamos a los camiones “White” para viajar a las minas. En la cuadra teníamos una “tele” que habíamos comprado con los ahorros de los “socorros”, un fondo mensual que el Estado otorga a los soldados de la patria; desde esa tele me informé que había problemas en una región potosina llamada Amayapampa y Capasirca.
En ese periplo caminamos dos días y una noche luego de que en una refriega, que parecía preste por la cantidad de dinamitas que se detonó, los mineros de Llallagua y Siglo XX nos pusieron clara la figura: por ahí no podíamos pasar. Esa larga noche que se iluminaba con los destellos de la pólvora de ambos bandos parecía un déjà vu. La sirena del centro minero no dejó de sonar como en los documentales que vi sobre la masacre de San Juan.
Los mineros no nos dejaron pasar. Así son ellos, tozudos… así somos. Por eso nos tocó caminar. Como comandante de escuadra, llevaba al hombro dos fusiles FAL, una escopeta lanza gases, la mochila de campaña con pito y coca y las municiones. Era el precio de ser cabo.
Tampoco se compara con la vez que levantamos un bloqueo cocalero en la ruta a los Yungas a fuerza de caminata y, otros tramos, montado en el camión militar hasta llegar a Guanay.
Lo de hoy es nada. Llego a casa agotado, pero satisfecho y tras varias paradas de descanso. Las manos están entumecidas, pero solo eso porque los guantes de “albaco” ayudaron mucho. Ha valido la pena comprobar que aún puedo, que no soy llaullaku y que mi Coneja y mi amada esposa tendrán por una semana el alimento necesario.
Estamos en cuarentena por un virus mortal. Soy 4 y no soy llaullaku (debilucho)