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jueves, 21 de noviembre de 2024
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El kiosko de La Ceja

Caminó apresurado por el llamado Prado Alteño y rió al recordar aquel nombre tan original, la calma reinaba alrededor, las calles estaban desiertas.

Todos los días iba a la Ceja rumbo a su trabajo, las mañanas no le representaban un problema, pero por las noches las calles y los habitantes de El Alto parecían transfigurarse y eso le inspiraba respeto.

Ciertamente, La Ceja se encuentra abarrotada a toda hora, de gente buena y mala, vendedores ambulantes, vehículos de todo tipo y muchas otras cosas más. A pesar de esto su negocio no iba bien, pues tenía más de una semana vendiendo apenas lo esencial para poderse pagar una sultana con marraqueta. Salió muy temprano, pues escuchó por ahí que Dios ayuda al que madruga, olvidando que él no creía en esas cosas.

El kiosko no quedaba lejos, pero el prefería ir en minibus. Esperó por varios minutos, no sentía ni viento ni frío y creyó que aquello era algo normal a esas horas del día; por las calles no circulaban muchos coches, solo algunos taxis alargados que iban a mediana velocidad.

Entonces decidió caminar. Pensó en tomar un atajo, pero al ver que la vía no estaba bien iluminada, decidió ir por la avenida Cívica. Caminó apresurado por el llamado Prado Alteño y rió al recordar aquel nombre tan original, la calma reinaba alrededor, las calles estaban desiertas; el temor de que los perros callejeros lo perciban y le reclamen con sus ladridos la violación de su territorio se le desvaneció. Siguió caminando, se sentía ágil y ligero, se vanaglorió de su estado atlético a pesar de que hace años había dejado de jugar fútsal con sus amigos.

Aún no había amanecido, estaba llegando al reloj de La Ceja, a lo lejos distinguía sombras y al levantar la vista vio la luz del día nacer por el Oeste; aunque esto no le pareció confuso. Ya muy cerca de su kiosko, vio desde la esquina que un hombrecillo bajito y jorobado salía de su tienda. Creyendo que era un ladrón, se armó de un palo que encontró por allí y gritó con todas sus fuerzas para que los vecinos salgan en su ayuda, pero nadie acudió, parecía que nadie podía escucharlo. En su afán por atrapar al saqueador, tropezó y quedó tendido en el piso.

Al despertar, se asombró al notar que se encontraba dentro su kiosko. Buscó su reloj, marcaba las 18:00. Estaba por anochecer. Se bebió el fresco de quisa que habían puesto a su disposición, entonces, reconoció a su hija, toda afanosa, atendiendo a la multitud que se hallaba en torno a su ‘puestito’ para comprarle sus productos. Creyó percibir que una de las señoras le hablaba. “Casero, parece que la Pachamama bien de buena gana te ha recibido la Wajt’a”.

J.J.G.V.