Gonzalo, ¡que viva la vida!

Por el espíritu que irradiaba a todos, parecía que era inmortal. Entretelones de una visita a la casa-museo del escultor Gonzalo Cardozo, el inmortal que desde ahora nos acompañará desde otro plano

0
1079

Estoy llorando waso. Este domingo 17 de enero parecía ser diferente. Incluso daba la impresión de que el cielo se iba a despejar como presagio de mejores días para todos. Puntual como siempre —todos los domingos—, se escuchan el tañido de las campanas de la parroquia, que llaman a la misa.

Parece que puede ser un buen día. Por eso agradezco por tener con salud a mi familia. Mis amigos también son mis amigos, y por ellos también pido, así como lo solía hacer el gran escultor orureño —ante todo amigo— Pedro Gonzalo Cardozo Alcalá.

Antes de empezar sus actividades laborales, Gonzalo baja a su patio lleno de piedras y plantas, recoge su brasero vetusto, con mucha parsimonia y respeto echa hojas de coca, con la misma parsimonia echa alcohol y enciende fuego, para agradecer a la vida por estar al lado de su esposa, de sus hijas y de sus amigos. Pide por el país. Pide por el planeta.

Las historias no llegan. Hay que buscarlas o esperar pacientemente que lleguen en el momento preciso. De eso se encarga el destino. Así pues, el destino programó un viaje de trabajo a Oruro. Un fin de semana sin turno en el que tenía el gusto de seguir cosechando historias.

Había que aprovechar el momento. Había la historia de unos escaladores que protegen el cerro Rumi Campana. Había que buscar otra nota, que sea igual o más interesante. De repente me acuerdo de aquel escultor orureño diferente. Al ver sus fotos llamaba la atención por su presencia, la mirada tranquila y por ese espíritu que trascendía las imágenes y los videos.

– Hola, ¿quién habla?

– Hola, Gonzalo. Te llama un amigo. Quiero hacerte una nota para la revista Escape.

– ¿Para cuándo? ¿Es que tengo que hacer preparar comida para cuando llegues?

– ¿Puede ser este sábado?

– ¡Claro! ¿Te das cuenta cómo llegar al museo?

Gonzalo es muy conocido en la capital folklórica. No hace falta más que decir que se quiere ir a la casa de Gonzalo Cardozo para que el taxista lo transporte a la zona este, hasta la calle Junín Nº 738 (entre Iquique y Arica).

Es un barrio tranquilo, de casas de una o dos plantas, donde se respira tranquilidad. En medio de todas esas construcciones resalta una vivienda con la fachada multicolor. Al centro hay esculturas que representan un sol y una luna, en los costados hay representaciones de la ciudad y los cerros, y también la imagen del Gonzalo, una obra hecha por sus amigos argentinos y peruanos.

Pedro Gonzalo Cardozo Alcalá nació el 29 de junio de 1954, en la misma zona donde reside ahora. Sus primeros recuerdos —dice— están ligados al taller de carpintería de su padre, Zenón Cardozo, porque ahí fabricaba espadas con pedazos de madera no solo para él, sino para todos sus amigos de barrio. “A partir de entonces fui independiente en mis cosas, era libre de hacer lo que quería y como podía. Con el tiempo me di cuenta de que eso era ser artista”.

Era marzo de 2020, un sábado soleado, que presagiaba una buena jornada. Como casi siempre, la puerta del Museo Casa Taller Cardozo Velásquez está abierta.

– ¡Hola, quién es!

Desde el fondo de la vivienda se escucha su voz potente, que a la vez llega familiar.

– Enseguida salgo. Pasen nomás.

Una especie de callejón antecede al patio. Desde ese momento da la impresión de estar en otro mundo. El mundo del Gonzalo.

– ¿A qué hora han llegado? ¿Cómo les ha ido?

Es como si nos conociera toda la vida. Como si de alguna manera hubiera escaneado nuestros ajayus para saber que queremos ser sus amigos.

Para celebrar el recibimiento, Gonzalo toma el brasero, con reverencia echa coca y alcohol, y enciende fuego para agradecer a la Pacha por la vida. Habla de la importancia de la naturaleza, de que hay que cuidar el agua. Habla como si fuéramos amigos de toda la vida.

Pide que antes de la entrevista nos sentemos en una mesa amplia de su patio pequeño. Llega con dos cervezas. No puede beber mucho, porque en 2017 fue internado en el hospital por un problema en la válvula aórtica. Lo trasladaron a La Paz y Cochabamba para su recuperación, comenzó a faltar el dinero y, en ese momento, aparecieron sus amigos, amigos de todos lados que organizaron diversas actividades para ayudar al Gonzalo.

“Por todo lo que me ha pasado, no hay una palabra que sintetice esa emoción que tengo”. Dice conmovido. Desde entonces, el gracias era insuficiente para agradecer a quienes lo apoyaron y por eso pedía a la Pachamama por la salud de ellos y de todo el mundo.

La entrevista que iba a terminar a mediodía se alarga más de lo debido. Los escaladores están esperando en Rumi Campana. Hay que cumplir el compromiso. Después de seis cervezas, tenemos que irnos. Con la promesa de regresar a la casa.

Son las 16.00 y pareciera que es momento de regresar a La Paz. Algo nos convence para regresar a la zona Este y seguir charlando con el Gonzalo. Su esposa se va y nos deja con él, con la advertencia de que se cuide.

En cuanto se va y el viento gélido empieza a incomodar, nos lleva a su sala, repleta de instrumentos musicales, fotos, cajones antiguos, cientos de discos compactos y un sinfín de recuerdos.

Antes de ello nos muestra un compartimento secreto en la pared que antecede a su taller. Ahí guarda los licores que va a invitar a sus visitantes. De ahí saca un singani, con el que seguimos charlando.

¿Entrevista? No, es una charla de amigos que no se ven en mucho tiempo, o que se conocieron en otra vida y ahora se ponen al día. Siempre franco, de voz y risa fuerte, las anécdotas y las historias fluyen.

Cómo es que llegó ese siku de metal, cómo es que una persona desconocida le entregó objetos arqueológicos, cómo es que inició su proyecto “Para volver a ser niños, juguemos con ellos”, que consistía en visitar zonas periurbanas y pueblos del área rural para fomentar la pintura en los niños.

Saca un CD y empieza a contar cómo conoció a los artistas, hace cuánto vinieron y cuál canción quiere que escuchemos. Un disco, otro disco, una historia, otra historia. La vida fluye sin que el tiempo pase, pese a que es casi medianoche.

Nos habla de María, su esposa; también de sus hijas Kurmy, Nayra, Tani, Wara y Lulhy. Expresa su cariño por ellas, porque lo apoyaron en todo momento. Hablamos de sus esculturas con piedras esféricas, de cómo va a buscarlas y cómo es que las ha reunido en todo este tiempo.

Su discoteca se desordena porque hay mucho por escuchar. En medio de esa calma que da el singani, tomamos la difícil decisión de despedirnos con la promesa de retornar otro día para seguir escuchando más historias.

Desde entonces establecimos una relación cercana, así, como si fuéramos amigos de toda la vida. Me llama los domingos a través de videollamada y charlamos. Le escribo en su cumpleaños y al minuto suena la videollamada. Al terminar la comunicación, él siempre se despedía con un: ¡Que viva la vida!

Prometo volver después de que pase el riesgo del nuevo coronavirus, no porque tenga miedo, sino porque temo que pueda contagiarle. Hace una semana hablo con mi amigo Carlos y hablamos de que tenemos que viajar a Oruro para llevarle las cervezas artesanales que le habíamos prometido… Hasta esta mañana.

Su espíritu era distinto a todos. Tal vez después de pasar por tinieblas internas, o no, Gonzalo era un ente superior, que respiraba buenas energías, que con una sonrisa o una palabra animaba hasta a las almas más tenues.

Me cuesta creerlo, me cuesta asimilarlo. Varias de estas palabras fluyen con lágrimas de bronca, por no haber estado, por —tal vez— no haber hecho una wajt’a para pedir a la Pachamama que lo cuide y cuide a todo el planeta.

No obstante, también tengo la esperanza de que un poco de su espíritu se quede en María; Kurmy, Nayra, Tani, Wara y Lulhi, también en sus amigos. Su espíritu era (es) una casa grande donde estábamos todos. A pesar del dolor de ahora, estoy seguro que Gonzalo me está regalando un poco de su espíritu. Ahí donde estés, ayudannos a forjar un mejor destino.

¡Que viva la vida, Gonzalo!

Texto y videos: Marco Fernández Ríos

Fotos: Pedro Laguna y Carlos Calle

Música: Carlos Calle