Wendy mira sin ver el altiplano paceño a través de los cristales entintados del bus que recorre la Ruta Nacional N°2 . Clava sus ojos castaños en un punto lejano de la cordillera de los Andes. Ajena, como todos en el vehículo, a la inauguración de la Copa Mundial Qatar 2022. Maroyu acaba de terminar un show en la localidad de Pucarani y el director de la banda, Néstor Yucra, pisa el acelerador del Coaster, sabe que el grupo tiene tres espectáculos en lo que resta del día, dos en La Paz y el último en Oruro.
Wendy Callaú Durán tiene un arma secreta y no vacila en utilizarla, lo hace todo el tiempo. La bailarina de Maroyu más querida por el público tiene una sonrisa que es capaz de iluminar un local de fiesta con 500 personas. Puedo deducir que está agotada, los miembros del staff del grupo cumbiero me confirman que llevan cuatro meses trabajando sin descanso, sin parar un solo día, pero ella luce radiante.
El bus que transporta a los 17 miembros del equipo de Maroyu recorre veloz la carretera, todos saben que difícilmente alcanzarán a empezar a tiempo el show para el aniversario de los Catedráticos del Gran Poder (14.30), todos saben que por mucho que se apuren tienen la agenda retrasada en por lo menos dos horas y cada uno está consciente de lo que esto significa: una vez más solo les quedará un par de horas de sueño al final de la jornada.
El show
Los músicos, técnicos y las bailarinas llegan a la fiesta de la fraternidad Catedráticos en un enorme terreno baldío de la calle Sagárnaga, esquina Isaac Tamayo, en el corazón de Chijini, justo en el momento en el que la gente está comenzando a impacientarse. El lugar está lleno hasta el tope, de manera que el grupo tiene la difícil tarea de llegar hasta el escenario navegando en medio de la multitud.
Llegan por fin al escenario y mientras el staff monta el equipo y los instrumentos en menos de diez minutos, los músicos y la bailarinas aprovechan el pequeño espacio que les deja la vorágine de las actuaciones para tomarse un respiro. No hay prueba de sonido, ni camerinos, ni nada.
Las chicas usan el pequeño espacio de las bambalinas para abandonar el confort de las zapatillas deportivas y subirse en los tacos que usarán durante el concierto, se nota que lo hacen como una obligación ineludible. Estoy seguro que preferirían bailar descalzas, pero… se impone su profesionalidad y pese a todo, el show debe continuar.
El poderoso sistema de sonido comienza a dispersar bramidos replicando la vibración de las cuerdas y las membranas de los instrumentos. Los sub bajos mueven el aire cercano provocando un pequeño torbellino de polvo. La gente grita entusiasmada cuando reconoce el ritmo de la “Saya” (en realidad es un caporal). La fiesta ha comenzado.
Justo antes de comenzar el espectáculo Wendy le alcanza un billete de 50 bolivianos a uno de los auxiliares del grupo y éste sale disparado a comprar una lata de energizante que la diva bebe a pequeños sorbos entre canción y canción. “Lo más difícil de este trabajo es tener que viajar todo el tiempo, es agotador, hoy por ejemplo, apenas dormí cuatro horas, pero el cariño de la gente lo compensa todo”, me contará una hora y media después.
Los entretelones de la vida trashumante que deben llevar los músicos, las bailarinas y los técnicos de Maroyu no los revela Wendy, lo hace uno de los asistentes. “Hace cuatro meses que no paramos ni un solo día, apenas lo necesario para dormir un par de horas y comer algo. Cuando tenemos un par de horas libres, las dedicamos a lavar nuestra ropa, pero a veces ni siquiera nos quedamos lo suficiente en un lugar para que seque”, me cuenta.
Bailarina
Wendy nació en Santa Cruz de la Sierra hace 28 años. Fue candidata a la corona de belleza de esa ciudad en 2017 en representación del Club de Leones Hamacas. Tiene un título en Ingeniería Comercial, pero desde hace casi siete meses, su dedicación al cuerpo de baile de Maroyu es completa.
Le gusta bailar, es su pasión y se nota. Baila con los pies, las piernas, los brazos… pero también con los ojos, con la mente… cuando está sobre las tablas se transforma, sonríe y clava su mirada en cada persona en la audiencia, los seduce, los involucra.
Por eso no es extraño que sea la favorita de los fanáticos de Maroyu. Sus fans, hombres y mujeres, no le dejan dar, literalmente, ni diez pasos sin pedirle una selfie. Ella accede a cada uno de los requerimientos con la misma sonrisa, con la misma predisposición.
Sin embargo, en la calle y aún dentro de los espacios donde se realizan las presentaciones, las bailarinas de Maroyu prefieren el anonimato cuando no están sobre el escenario. Por eso se enfundan en enormes parkas negras y cubren su catadura con una amplia capucha. Aún así, hay quienes las reconocen y piden unos segundos de su atención, que ellas brindan con solicitud.
Estrellas de rock
Maroyu debe ser lo más parecido que tiene Bolivia a un grupo de ídolos del rock. Es decir, salvando las distancias entre géneros musicales, su historia musical abarca ya cinco décadas en las que las historias de sacrificio, rupturas y renacimientos son constantes.
Allí donde montan su espectáculo hay gente coreando sus “himnos”, pidiendo fotografías, replicando la coreografía de las bailarinas… cobran bastante dinero por cada actuación y llevan una vida de carretera en un bus sin marcas ni mayores distinciones que los vidrios entintados.
En los últimos dos años Maroyu ha pasado de ser la música de los sectores “populares”, de comerciantes urbano asentados y obreros, a conquistar otros segmentos de la sociedad Boliviana.
Son cada vez más populares en las plataformas digitales de contenidos audiovisuales como Tik tok o Instagram donde chicas y chicos de clase media replican sus coreografías. Incluso, hace pocas semanas, se viralizó el video que los policías grabaron en una comisaría mientras el vocalista de la banda les dedica una canción a capella. “Tantas chiquillas, que yo he tenido”… el asunto fue tendencia por un par de días.
Parte del renovado éxito que acompaña a Maroyu, se lo debe a sus bailarinas. Por mérito propio ellas han revitalizado el espectáculo y, aunque Nestor Yucra, el director y tecladista del grupo, me recuerda que siempre los acompañó un grupo de baile, también reconoce que el elenco actual ha cosechado como nunca el cariño de la gente.
Trabajo duro
Hay cosas difíciles de ser una bailarina de Maroyu. Wendy me cuenta algunas, pero calla otras. Me habla de lo duro que puede ser estar meses en constante movimiento, que las jornadas pueden ser realmente agotadoras, que se duerme poco y no siempre se tiene acceso a comida saludable en todos los sitios donde se actúa.
Me cuenta del frío de la frontera con Chile, Huachacalla o Sabaya, también la vez que tuvieron que bailar en plena nevada en Potosí. Las veces que añoró su cálida tierra cruceña… pero siempre remata estas frases destacando el cariño de la gente que les acoge.
Lo que ella calla, me lo cuentan otros, tal vez los miembros más humildes del equipo. “Hay gente, sobre todo borrachos, que quieren propasarse, pese a que tratamos de cuidarlas, siempre. Alguna vez alguien llegó a manosearlas y fue muy triste verlas llorar, dolidas, enojadas, ya no querían bailar”, me cuenta.
También me desmiente algunas publicaciones que dicen que cada bailarina cobra cientos de dólares por presentación. “Nooo… ganan menos de lo que dicen. O sea, no está mal lo que cobran, pero también es sacrificado y no es para que se hagan LA plata”, enfatiza.
Comienza un nuevo show, con el preludio interminable de pedidos de fotografías, saludos y coqueteos por un sinfín de varones que galantean con ellas ante la mirada torva de sus propias esposas.
Un grupo de varones de todas las edades se acerca todo lo que pueden al escenario con los celulares en la mano. No se pierden un segundo del espectáculo y pugnan por alcanzar a las bailarinas sus dispositivos móviles con las cámaras frontales activadas. Ellas estiran la mano para coger los aparatos y graban pequeños videos en los que mandan besos, sonrisas y saludos a quienes tienen la suerte de habérselos entregado. Es un pequeño trofeo para los fans de las “lindas chiquillas”.
Termina un nuevo show y el pequeño ecosistema de Maroyu desmonta rápido todo el backline del escenario para subirlo al bus. El equipo completo come algo rápido y vuelve a tomar la carretera.
Wendy se acurruca en el asiento mientras mira una vez más sin ver la oscuridad del altiplano. Seguramente piensa en lo último que me dijo: “Me encanta bailar, es mi vida. Me encanta el cariño de la gente, sobre todo de La Paz”, le pregunto cómo se ve de aquí a cinco años y responde de inmediato: “ya ejerciendo mi profesión. Poder bailar y que me paguen por ello para mí es una bendición, pero no creo que el cuerpo aguante muchos años con este ritmo”. Se despide con esa radiante sonrisa que lo ilumina todo.